martes, 21 de febrero de 2012

He visto detectives rabiosos en las calles de Barcelona

Llevo tiempo queriendo escribir algo sobre Roberto Bolaño. Nada de referencias oblicuas a su universo, citas veladas o demás muestras de orfebrería paraliteraria. Un homenaje puro y duro. Uno más. El mío. 

La dimensión de la obra es tan colosal que asusta enfrentarse a ella en tan poco espacio. El caso es que Roberto Bolaño es uno de los escritores en español más importantes de nuestro tiempo y probablemente en cualquier otra lengua. Suena a hipérbole. A provocación. A abismo. A Roberto Bolaño hablando de Georges Perec. Pero es así. No sé como justificarlo, simplemente sé que es así. 
Los gringos, hábiles constructores de mitos, han puesto de moda el icono Bolaño. La mercadotecnia Bolaño. Es decir, Roberto Bolaño como el Jack Kerouac o el Jim Morrison de la literatura latinoamericana (el malditismo). Un joven al límite, cruzando Latinoamérica de Norte a Sur (Diarios de motocicleta al revés), la vanguardia más extrema en el DF, un sudaca en España y un escritor consagrado en un pueblo de veraneo en la Costa Brava. Escribiendo contra todos (escribiendo poesía en el país de los imbéciles), bajo cualquier circunstancia y emergiendo victorioso contra todo pronóstico, para luego morir en la orilla, víctima de una biología vengativa. Otra lectura espantosa de Bolaño, como dice Ignacio Echeverría, es adoptar toda esa historia para luego afirmar que Bolaño, de mayor, se hizo escritor en la tranquilidad pequeñoburguesa, contando sus batallitas de juventud. No existe lectura más reaccionaria de Bolaño. 

Roberto Bolaño fue un joven salvaje. Probablemente en algún momento encontró una cierta estabilidad que le ayudó a escribir. No lo sé. No me apetece especular, ni sé muy bien qué es exactamente la estabilidad, ni quién es uno para juzgar la situación de otro ser humano como estable. Solamente sé que su escritura nunca fue domada.

Se puede entrar a la obra de Bolaño por muchas puertas distintas. Los detectives salvajes suele ser la más habitual. Yo entré gracias a Llamadas telefónicas en un momento en que intentaba aprender a escribir cuentos. Vivía en Francia y no podía llevarme demasiados libros. La apuesta me salió bien. Los cuentos de Bolaño son excelentes. Extrañamente clásicos y contemporáneos a la vez; contienen todo su universo. Son como cápsulas comprimidas con todas sus obsesiones y una prosa capaz de contonsionarse sobre sí misma desafiando toda anatomía. El gaucho insufrible y Putas asesinas también golpean abajo, directos al estómago. Luego vino todo lo demás. La novela Los detectives salvajes, cuya lectura agitan hoy en día tantos jóvenes latinoamericanos que sueñan con ser escritores algún día, como en su día otra generación agitó Rayuela, tiene esa maravillosa virtud, tan de Bolaño: exudar romanticismo sonando distinto, sin lugares comunes, con un lirismo tan directo, tan parriano que sobrecoge. Al leerlo te dan ganas de ponerte a escribir. La nueva gran novela mexicana escrita por un chileno. El caso es que deja atrás de una vez por todas las florituras del realismo mágico, su Latinoamérica ahistóricamente exótica, que había derivado, después de tanta pirueta, en una cierta cursilería. La nueva imagen es el desierto. La intemperie. La metrópoli (el DF) por donde caminan los detectives-poetas Arturo Belano y Ulises Lima, habiendo heredado la derrota de todas las utopías menos la utopía de la poesía (nos dormimos soñando y nos despertamos gritando de horror), amando, enfrentándose a la literatura oficial, a la izquierda oficial. Y luego, viajando al norte. Siempre al Norte por una alargada carretera, hacia los grandes espacios abiertos, hacia los  desiertos infinitos. Esa intemperie, esos yermos desterritorializados que expresan mejor que nada la esencia de América y todos sus fantasmas. Primero tierra de sueños y después del horror. Mucho Rulfo, muchísimo Rulfo. 2666 ya es de locos. Escrita con un pie en la tumba, como en toda su obra Bolaño disecciona el mal. El mal que también somos nosotros, nuestra indiferencia. El mal al que nos acostumbramos como ruido de fondo. Y Europa y América y siempre la literatura. Siempre México. Santa Teresa (Ciudad Juárez) es la epifanía de todos nuestros horrores. Podría incluso haber una evolución en la simbología de Bolaño: el desierto es más árido, más brutal, ya no es el territorio de los sueños. Ya no se esconde en él una hechicera-poetisa, sino la espalda del mundo. Todo eso con la prosa de Bolaño que, insisto, es única. Hay otra cosa fundamental en Bolaño y muy necesaria en la literatura en español: su sentido del humor. Es fino y ácido: desarma. En una literatura en que el sentido del humor goza de mala reputación a causa de un grotesco sentido de lo trascendental, por no hablar del tremendismo, siempre hacen falta los Quevedo, los Parra, los Valle-Inclán, los Cortázar, los Bolaño para hacernos reír a tiempo antes del Apocalipsis o que éste nos coja riendo a carcajadas, con un libro entre las manos. La literatura nazi en América es desternillante, a la vez que terrorífico. Asusta pensar que el mal pueda enternecernos tanto, que las vidas de los infames puedan resultar tan divertidas en su esperpento. Ya lo he dicho, hay tanto y tan poco espacio. Y antes de acabar quiero decir algo de su poesía. En Bolaño el poeta-narrador es uno, aunque suene obvio. Su poesía, poco conocida, es necesaria y sorprendente. En la línea de Parra, de Lihn, de Pimentel (del que ya hablé en el post de Ave Soul). El road-poem Los Neochilenos contiene toda la épica bolañiana. Una suerte de mini-detectives salvajes. Y hay muchos otros. La poesía de Bolaño, fuertemente narrativa, está salpicada de personajes, de narraciones donde se funden la ficción y la autobiografía. Al leer su antología La Universidad Desconocida me sentí más cerca que nunca del hombre. Sus poemas de la época de Barcelona, a finales de los 70, cuando vivía en la calle Tallers, oscilan entre la belleza y la desesperanza en permanente tensión. 

Un puente de besos sobre los abismos de la memoria

La obra de Bolaño dialoga consigo misma. Una obra definitivamente fractal, total. A veces uno piensa que estamos todos un poco bolañizados (eso es muy de Fresán) y a uno le empiezan a suceder cosas que parecen propias de un cuento de Bolaño y se pregunta si no estará moviéndose dentro de uno. 

Para liquidar la cuestión de las posibles lecturas de Bolaño quiero añadir que concuerdo con Ignacio Echeverría en que existe una lectura muy política de su obra. Sin necesidad de autoproclamarse como comprometida ni chorradas por el estilo ni de escribir arduas novelas naturalistas, nos avisa que el mal puede ser divertido, entrañable, sensible, culto y tener, incluso, el talento artístico de su lado. También puede ser despiadado e invisible. Y las dos cosas al mismo tiempo. Y los detectives o los policías judiciales pueden acabar completamente desconcertados y ser incapaces de resolver el caso. La vida no siempre acaba como las novelas negras de mala calidad. Asusta, pero es así. El maniqueismo es una ficción bastante mediocre. También nos muestra la literatura como experiencia total, con sus hechizos y sus basureros. Sin olvidar sus injusticias, incluidas las de su historia: el olvido de Roberto Arlt por ejemplo. Lo mismo es aplicable a todos los ámbitos de la vida. 

Como decía él: el ser humano es un ser condenado a la derrota, a una derrota incondicional, pero creo en el poder lenitivo de la literatura.

He visto detectives rabiosos en las calles de Barcelona. Andaban por los portales del Barrio Chino, resguardándose de la lluvia.
Caminaban amando.

Hasta siempre Ulises Lima y Arturo Belano.

Dejo este fragmento del poema Porque escribí de Enrique Lihn, poeta tan admirado por Bolaño:

Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa desable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.