domingo, 7 de septiembre de 2014

Markson. El clan de los inimitables

La imitación es una costilla del arte. Hasta bien entrado el Romanticismo, ni siquiera existía una noción fuerte de autoría que descalificara como plagio lo que se consideraba un proceso de perfeccionamiento continuo mediante la copia más o menos velada. 

Hay escritores que crean escuela y hacen viajar a la literatura hacia un paisaje determinado. Otros parecen fáciles de imitar pero en realidad no lo son aunque produzcan una larga lista de epígonos. Los hay también completamente inimitables. Escritores con una obra tan personal que no se puede crear escuela a partir de ellos; con una obra que queda suspendida en el vacío, como un duelo a primera sangre con el estilo, producto de mentes delirantes. Son, a menudo, estilistas del desequilibrio que huyen de la armonía de lo clásico, tal y como lo fijó el canon del siglo XIX. Ahora se me ocurren por lo menos tres. Solamente me apetece escribir sobre David Markson.

No se puede seguir la estela de David Markson porque más allá de Markson no hay nada. Solo vacío. Markson escribe sobre el abismo, en los límites de la literatura. Su obra misma es casi el anuncio del fin de la literatura como forma de expresión. Cuando leí La amante de Wittgenstein sentí cierto vértigo, producto de la sensación de que la novela (si puede llamarse así) llega todo lo lejos que se puede llegar (como la trilogía narrativa de Becket pero utilizando otras estrategias), reduciendo lo narrativo a lo puramente sintético, sin elaboración, y dejando que funcione por simple acumulación, como partículas que van agregándose hasta formar un cuerpo sólido. Y sin embargo, hay una trama, mínima, pero una trama: el último ser humano del planeta (una mujer) se pasea por un mundo que ha sido abandonado de golpe (los coches están todavía en los avenidas y en los cruces), como si se hubiera vaciado súbitamente (nunca llegamos a saber cómo ni porqué). Y escribe. El último ser humano escribe, aunque no haya nadie para leer. Nos cuenta anécdotas de su vida cotidiana, de sus lecturas y al final el escenario real de la novela termina siendo las ruinas abandonadas (las tangibles y las intangibles) de la cultura occidental (Homero, los textos clásicos, Rembrandt,..). La protagonista (una pintora que ha vivido en los mejores museos del mundo, que se ha calentado en hogueras con los cuadros de los grandes maestros) le obsesionan las vidas de los artistas, en muchos casos aspectos triviales de sus vidas y las reflexiones existenciales que se desprenden en muchos casos no de las propias vidas sino de su formulación. Y el aspecto definitivo es que la novela está escrita en frases sueltas. Frase (o dos frases), enter y cambio de párrafo. Esto provoca un permanente volver a empezar, un permanente contener la respiración más veces de lo que cualquier lector cree que puede aguantar. Como si la novela, insisto, estuviera construida por medio de una simplificación radical del mecanismo narrativo: la acumulación, en este caso sin tratamiento, sin disimulo, con las cuerdas al aire. 

En una ocasión Turner se hizo amarrar al mástil de un barco varias horas, durante una tremenda tormenta, para poder más tarde pintar la tormenta.
Obviamente, no era la tormenta en sí lo que Turner tenía intención de pintar. Lo que pretendía pintar era una representación de la tormenta.
He descubierto que el propio lenguaje suele ser impreciso en este punto.

En este escenario postapocalíptico donde el lenguaje o lo narrativo son puestos en cuestión, donde el dramatismo ha sido superado por una perplejidad blanca, hay a menudo un espacio para el humor o para lo absurdo o para esa región inhóspita en que la extrañeza y el humor se dan la mano, y el lector, desconcertado, no sabe si el autor propone la risa o el asombro. La escritura vanguardista de Markson no marca un camino (seguirlo sería suicidarse); abre un tajo en nuestra concepción de la literatura. Y queda preguntarnos por qué escribe el último habitante del planeta, cuando ya no queda nadie más para validar su escritura por medio de la lectura. Tal vez ese sea el verdadero tema de la La amante de Wittgenstein: la utopía de la escritura, una utopía solipsista, como única isla habitable en medio de un paisaje desolado. En el mundo mental que surge en la escritura de la protagonista (en realidad el lugar donde se desarrolla el libro, porque el mundo desolado que asoma a veces como un decorado físico es solamente un marco sin demasiada relevancia), se intentan salvar, al fijarlos en la escritura, los restos del naufragio de la cultura occidental. Y mientas quede alguien que los recuerde seguirán existiendo. Otra vez la memoria. 

Post Scriptum:
Una de mis anécdotas sobre artistas preferidas de La amante de Wittgenstein: Maupassant odiaba la Torre Eiffel. En concreto le irritaba mucho tener que verla mientras comía. El problema es que la Torre Eiffel se divisaba, en aquel entonces, desde casi todos los puntos de París. Por ello Maupassant decidió comer cada día en uno de los pocos sitios desde donde no se veía la Torre Eiffel: la Torre Eiffel.