domingo, 27 de diciembre de 2015

Dos entradas de diario sobre Marruecos

Termino Mimoun, de Chirbes, y me subo casi inmediatamente después a un avión en dirección a Marrakech. Escribo esto ya desde Marruecos. 

Cuando uno visita un país y una cultura de la que lo desconoce prácticamente todo, es casi mejor guardar silencio. La prudencia, esa virtud latina; hoy casi en extinción. Conservo de estos tres días y medio un desfile cromático, una sensación de desorden, una lentitud, un extraño apego a las terrazas y el deseo, que ya no podré colmar, de un solitario paseo nocturno por la Medina de Essaouira. Y sobre todo, una importancia de las plazas de la que me reconozco parte. Quizá eso sea el Sur. O lo que nos queda de él. Una tenue conexión que sin embargo persiste. Un sueño imposible. Carlos Marzal: “El Norte está en el Sur / y el Sur es un lugar fuera de un mapa / de no sabemos dónde, / y que ya ardió hace tiempo”. Marzal, otra vez: “Y el Sur al que viajaste no es el Sur / adonde tú has viajado: se quemó / con lo que pudo ser y lo que ha sido”. Algo que huye de sí mismo a la velocidad a la que arden las cosas valiosas.
¿Es Marrakech como imaginaba? No lo sé. Me he limitado a intentar que existiera para mí y creo que lo he conseguido. Dice Tabucchi que no se viaja para escribir, sino para vivir. Luego ya, si surge la oportunidad, se escribe algo. Estoy de acuerdo. Por momentos, sin embargo, he tenido la impresión de que este podría ser un territorio infinito y casi mítico para mis ficciones. Un infierno cercano e incomprensible como el México de aquellos aventureros norteamericanos de los años cuarenta y cincuenta. El exotismo inflama la imaginación. Y el exotismo, guste o no, es un filtro que deforma la mirada. Un filtro colonial, es decir, de superioridad involuntaria. La monotonía de la civilización frente a la sensación de libertad total de lo atrasado, de lo inacabado. Esa es la dialéctica en la que se enmarca la conciencia propia, aunque uno luche por impedirlo. Se piensa en cómo se viviría aquí con las comodidades de un europeo; nunca en cómo sería vivir aquí como un marroquí común. Todo cambia. Creo entender que de eso acusaba Chukri a Bowles y a los escritores europeos de Tánger. 

* * *

La novela de Chirbes me ha hecho pensar en El temblor de la falsificación, de Patricia Higsmith, que sucede en Hammamet. En ambas novelas el protagonista, un occidental, sucumbe al abandono árabe; se extravía en el desconocimiento de los códigos y en su incapacidad para interpretar la ambigüedad de las relaciones. No me veo cualificado para discernir si caen en el tópico. En cualquier caso, la maestría con la que ambos narran el progresivo embotamiento – lento y dulce – debería absolverles del pecado colonial. Las dos novelas consiguen esa textura temblorosa de lo irreal, sin necesidad de introducir el elemento fantástico ni abandonar el paradigma realista en ningún momento.